LA FILOSOFÍA DE MAFALDA
QUINO
<<No tiene importancia lo que que yo pienso sobre Mafalda. Lo importante es lo que Mafalda piensa de mi>>, dijo Cortázar al ser preguntado por su pequeña compatriota. Mafalda es, quizás, la filósofa que mejor supo entender el siglo XX, ayudándonos a las nuevas generaciones a encarar el XXI, pues sus enseñanzas perdurarán tanto como su habilidad para hacernos reír.
Quino, de la mano de un grupito de niños de ojos y corazones asombrados, fundó una escuela de pensamiento caracterizada por la pluralidad: la bondad curiosa de Miguelito, el materialismo humilde de Manolito, la dulce soberbia de Susanita, la heroicidad tímida de Felipe, el escepticismo ceceoso de Guille, el compromiso caótico y afrancesado de Libertad, y la filosofía humanística de su gran protagonista.
Lo que hace brillar a Mafalda no es solo su humor, su desparpajo, su alegría, su pasión o sus ganas de buscar las cosquillas al mundo -es famosa su manera de arropar, limpiar y hasta maquillar el globo terráqueo que guarda en su cuarto infantil-. Lo que la hace única, por encima de todo, es su voluntad y su capacidad de explicar lo inexplicable, ya sea la realidad que la circunda o los sentimientos más complejos, de impartir ternura y delicadeza cuando todo a su alrededor se derrumba, y de hablar con un lenguaje simple y sabio. Según la Real Academia de la Lengua, <<filosofía>> sería en primer lugar aquel <<conjunto de saberes que busca establecer, de manera racional, los principios más generales que organizan y orientan el conocimiento de la realidad, así como el sentido del obrar humano>>.
Sin embargo, atendiendo a las viñetas que conforman este libro, podríamos también quedarnos con la quinta acepción del término, según la cual la filosofía es la <<fortaleza o serenidad de ánimo para soportar las vicisitudes de la vida>>. Nadie hay más sereno que la niña que odiaba la sopa. Nadie más fuerte que la colegiala que en sueños habla con los extraterrestres, preocupada por explicarles por qué la sociedad no funciona y por qué lo que a su juicio nos hace odiarnos a los humanos es nuestra absoluta falta de solidaridad.
Porque Mafalda es también sinónimo de empatía. Su credo es el de la camaradería, y su política, la de la templanza. De ella hemos aprendido que un libro puede ser un mejor amigo, que la única definición de la libertad es la alegría y que incluso para los trámites más indeseable -un examen en la escuela, un cotilleo cruel de un amigo o uno de esos odiosísimos platos de sopa que prepara amorosamente su mamá- hay que tener el coraje y
la comprensión suficientes para poder levantarse. Solo así alcanzaremos la felicidad para nosotros mismos, y solo vislumbrando esa felicidad seremos capaces de ayudar a los otros en la búsqueda de la alegría. ¿Mafalda nos ayuda a ser libres? Desde luego. Y además nos recuerda lo importante que resulta no desprenderse nunca de nuestra parte más infantil, ni tampoco de nuestras vulnerabilidades.
Y así, como filósofa de la vulnerabilidad, de lo lúdico de lo amable, Mafalda se vuelve Sócrates en una suerte de banquet platónico, acompañada por todos sus convidados: niños que juegan a los cowboys y cantan canciones de los Beatles,
extasiados por las luces del parque, intrigados por qué les deparará el futuro, y siempre deseosos de inventar nuevos juegos con los que pensar, juntos.
