EL LOBO ESTEPARIO III
En tal disposición de ánimo terminaba yo, al oscurecer, aquel día adocenado y
llevadero. No lo terminaba de la manera normal y conveniente para un hombre algo
enfermo, entregándome a la cama preparada y provista de una botella de agua
caliente a modo de imán; sino que insatisfecho y asqueado por mi poquito de trabajo
y descorazonado, me calcé los zapatos, me embutí en el abrigo, dirigiéndome a la
calle rodeado de niebla y oscuridad, para beber en la hostería del Casco de Acero lo
que los hombres que beben llaman «un vaso de vino», según un convencionalismo
antiguo.
Así bajaba yo, pues, la escalera de mi sotabanco, estas penosas escaleras de la
tierra extraña, estas escaleras burguesas, cepilladas y limpias, de una decentísima casa
de alquiler para tres familias, junto a cuyo tejado tenía yo mi celda. No sé cómo es
esto, pero yo, el lobo estepario sin hogar, el enemigo solitario del mundo de la
pequeña burguesía, yo vivo siempre en verdaderas casas burguesas. Esto debe ser un viejo sentimentalismo por mi parte. No vivo en palacios ni en casas de proletarios,
sino siempre exclusivamente en estos nidos de la pequeña burguesía, decentísimos,
aburridísimos e impecablemente cuidados, donde huele a un poco de trementina y a
un poco de jabón y donde uno se asusta, si alguna vez se da un golpazo al cerrar la
puerta de la casa o si se entra con los zapatos sucios. Me gusta sin duda esta
atmósfera desde los años de mi infancia, y mi secreta nostalgia hacia algo así como
un hogar me lleva, sin esperanza, una y otra vez, por estos necios caminos.
Así es, y me gusta también el contraste en el que está mi vida, mi vida solitaria,
ajetreada y sin afectos, completamente desordenada, con este ambiente familiar y
burgués. Me complace respirar en la escalera este olor de quietud, orden, limpieza,
decencia y domesticidad, que a pesar de mi odio a la burguesía tiene siempre algo
emotivo para mí, y me complace luego atravesar la puerta de mi cuarto, donde todo
esto termina, donde entre los montones de libros me encuentro las colillas de los
cigarros y las botellas de vino, donde todo es desorden, abandono e incuria, y donde
todo, libros, manuscritos, ideas, está sellado e impregnado por la miseria del solitario,
por la problemática de la naturaleza humana, por el vehemente afán de dotar de un
nuevo sentido a la vida del hombre que ha perdido el que tenía.
Y entonces pasé junto a la araucaria. En efecto, en el primer piso de esta casa
desemboca la escalera en el pequeño vestíbulo de una vivienda, que sin duda es aún
más impecable, más limpia y más lustrosa que las demás, pues este modesto vestíbulo
reluce por un cuidado sobrehumano, es un brillante y pequeño templo del orden.
Sobre el suelo de parqué, que uno no se atreve a pisar, hay dos elegantes taburetes, y
sobre cada taburete una gran maceta; en una crece una azalea, en la otra una araucaria
bastante magnífica, un árbol infantil sano y recto, de la mayor perfección, y hasta la
última hoja acicular de la última rama reluce con la más fresca nitidez. A veces,
cuando me creo inobservado, uso este lugar como templo, me siento en un escalón
sobre la araucaria, descanso un poco, junto las manos y miro con devoción hacia
abajo a este jardín del orden, cuyo aspecto emotivo y ridícula soledad me conmueven
el alma de un modo extraño. Detrás de este vestíbulo, por decirlo así, en la sombra
sagrada de la araucaria, barrunto una vivienda llena de caoba reluciente, una vida
llena de decencia y de salud, de levantarse temprano y cumplimiento del deber,
fiestas familiares alegres con moderación, visitas a la iglesia los domingos y acostarse
a primera hora.
Con fingida alegría me puse a trotar sobre el asfalto de las calles, húmedo por la
niebla. Las luces de los faroles, lacrimosas y empeñadas, miraban a través de la
blanda opacidad y absorbían del suelo mojado los difusos reflejos. Mis años
olvidados de la juventud se me representaron; cuánto me gustaban entonces aquellas
noches turbias y sombrías de fines de otoño y del invierno; cuán ávido y embriagado
aspiraba entonces el ambiente de soledad y melancolía, correteando hasta media
noche por la naturaleza hostil y sin hojas, embutido en el gabán y bajo lluvia y
tormenta, solo ya en aquella época también, pero lleno de profunda complacencia y de versos, que después en mi alcoba escribía a la luz de la vela y sentado sobre el
borde de la cama. Ahora ya esto había pasado, este cáliz había sido apurado, y ya no
me lo volverían a llenar. ¿Habría que lamentarlo? No. No había que lamentar nada de
lo pasado. Era de lamentar lo de ahora, lo de hoy, todas estas horas y días que yo iba
perdiendo, que yo en mi soledad iba sufriendo, que ya no traían ni dones agradables
ni conmociones profundas. Pero, gracias a Dios, no dejaba también de haber
excepciones: a veces, aunque raras, había también horas que traían hondas sacudidas
y dones divinos, horas demoledoras, que a mí, extraviado, volvían a transportarme
junto al palpitante corazón del mundo. Triste y, sin embargo, estimulado en lo más
íntimo, procuré acordarme del último suceso de esta clase. Había sido en un
concierto. Tocaban una antigua música magnífica. Entonces, entre dos compases de
un pasaje pianístico tocado por oboes, se me había vuelto a abrir de repente la puerta
del más allá, había cruzado los cielos y vi a Dios en su tarea, sufrí dolores
bienaventurados, y ya no había de oponer resistencia a nada en el mundo, ni de temer
en el mundo a nada ya, había de afirmarlo todo y de entregar a todo mi corazón.
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