LA SOLEDAD DE ALCUNEZA
EN TODO OCASO HAY POESÍA
"Alcuneza tenía el alma de
poeta, según le dijo su coronel. Como a lomos del Ernel, que así se llamaba su
caballo, sale este libro a narrar acciones que no volverán, por ahora, a
repetir, pues su táctica no es ya vigente. En esto su empresa es en cierto
modo, poética. El teniente de Brihuega, al anotar la guerra que hizo a caballo,
entre estandartes con veneras de Santiago y Calatrava, se convierte en algo así
como el cronista del ocaso de la Caballería. Y en todo ocaso hay poesía."
I
El frente, allí muy sinuoso, enriquecido su
primitivo perfil por ataques y contraataques, asemejaba un laberinto, y los
campos propio y adverso se interpenetraban profundamente. Amanecía. después de
haber tendido a vanguardia de nuestra alambrada rápida, habíase replegado la
sección a un punto de apoyo guarnecido por un escuadrón de Farnesio, cuyo
capitán dormía. Un teniente magro de carnes, natural de Valladolid, procedente
de tropa y de unos cuarenta años, montaba guardia con un cabo y varios soldados.
Su voz era dulce y clara y su locución concisa.
A
la izquierda, la línea propia, en súbita inflexión, se prolongaba a través de
una vaguada en las que se encontraba en posición una compañía de la bandera de
la Legión. Aquella compañía constituía la preocupación del teniente. Sonaban
hacia la parte aquella tiros intermitentes que encontraba injustificados.
---No tienen disciplina -me dijo-. Fíjese usted como el fuego, al llegar a nuestro subsector, cesa. El capitán me ha dicho que no quiere despilfarros de municiones. Esos malgastan por ellos y por nosotros.
Empezábamos a columbrar el terreno, de monte bajo. De repente, alguien que se acercaba derecho hacia la trinchera, al parecer desde el campo enemigo, dejó oír sus pasos. El teniente sacó medio cuerpo fuera escrutando el campo, pero no vio a nadie. Aguzó el oído. Un ruido metálico se entreveraba con el de los pasos, que eran trabajosos.
---Viene armado -musitó.
A
nuestra izquierda, los tiros de la Legión seguían, pero en el frente del
escuadrón el silencio era total, solamente interrumpido por la lenta marcha del
desconocido que se acercaba. El teniente, ayudado por el cabo, emplazó
cuidadosamente y cargó con gran sigilo un fusil ametrallador, que amorosamente
acariciaba.
---Me parece que va a haber jarana -me
dijo.
El cabo se encaró el arma, y el
teniente, con su voz dulce y clara, dio el alto. En su acento había algo de
ordenancismo y frialdad y parecía como si se tratase de un ejercicio de
instrucción en el campo de tiro de una guarnición provinciana. Pero la
angustiada voz que nos contestó borró al instante de mi ánimo la apacible y
aburrida visión que de la provinciana guarnición acababa de tener.
---¡Hermanos, qué ganas tenía de estar con
vosotros!
El cabo, que hasta entonces no había
pronunciado palabra alguna, dijo en voz queda:
---A mí me parece que es un rojillo que se ha equivocado de camino.
El teniente, en tono más humano, le preguntó si tenía armas.
---Tengo un fusil y dos bombas de mano.
---¿De cuáles?
---De las de piña.
Los trabajosos del
desconocido se acercaban y la distancia que le separaba de nosotros debía ser
muy pequeña.
---Nunca acabaré de encontrar el buen camino -nos gritó.
---Te guiaremos a la voz -respondió el teniente-. ¿De qué unidad eres?
---Soy de la Tercera Bandera que está ahí enfrente, pero no he parado hasta pasarme.
Al decir esto avanzó y, como una sombra, encorvado, apareció en el glacis. La borla del gorro, con su color encarnado, se destacaba de aquella masa terrosa que acababa de surgir, tan fundida con el terreno que más bien parecía el reborde mismo del parapeto, al que se agarraba para tratar de incorporarse. El teniente, de pronto, se sintió clemente:
---Mira que nosotros somos de Franco. Vuélvete, que aún es tiempo.
Pero el legionario, cogido materialmente entre dos fuegos, sin salida posible, optó por consumar la deserción. Se irguió súbitamente en un último y definitivo esfuerzo, agitando los brazos como un monigote. El fusil se le cayó al suelo, y el portafusil, al enredársele entre las piernas, le hizo vacilar. Asió con la mano derecha una de las granadas que llevaba y la lanzó contra nosotros. El teniente dio la orden de fuego, disparó el cabo, y el legionario se desplomó pesadamente sobre el parapeto rodando unos metros, siempre con su portafusil entre las piernas y la borla del gorro bailándole en una frente ya yerta. La granada hirió al cabo en el brazo izquierdo. La herida era grande, con amplios desgarros. Dos soldados le recogieron. Al tiempo que le llevaban al puesto de socorro le dijo el teniente:
---Tienes suerte, pues debes tener el hueso roto. Son tres meses de hospital.
Liamos un pitillo de la petaca del teniente, mientras unos soldados registraban el cadaver del legionario.
---Le hemos acribillado a mansalva -dije.
Me miró con aire de no comprenderme:
---Ha obrado contra la Ordenanza desertando frente al enemigo y, además nos ha tirado una bomba de mano.
El silencio volvió a reinar de nuevo. La borla del gorro del legionario permanecía ahora totalmente inmóvil, quieta como la muerte misma que acababa de alcanzar a su dueño. El teniente de Farnesio, con las piernas abiertas y las botas hundidas en el barro de la trinchera, contemplaba satisfecho la calma y disciplina de la posición confiada a su cuidado:
Al doblar un repecho que nos había de ocultar el campo de batalla, me volví un instante. La trinchera y su parapeto tenían una asombrosa uniformidad de tono, y solo, en lo que la Fortificación se llama línea magistral, como única nota de color se advertía la borla del gorro del legionario. Seguimos un camino que torcía a la izquierda, hacía la vaguada cuyo frente cubría la bandera de la Legión. En torno al matorral los caballos del escuadrón, delgados y sepultados en barro, con las mantas hechas jirones, triscaban la rala hierba. Las sillas, sables y equipos se amontonaban en el centro de los corros. El maestro herrador recogía un equipo completo: silla, sable, tahalí, bolsas y morral de pienso. Era indudablemente el del cabo herido.
<<Un caballo sin jinete y un gorro sin cabeza>> pensé.
Atravesamos las chabolas y las tiendas de la bandera. La compañía, que acababa de salir de la trinchera, estaba formada en una pequeña esplanada. Un sargento daba las novedades al oficial.
---Falta a lista un legionario -decía.
---¿Quién es? -preguntó el oficial.
El nombre se me perdió entre el ruido de las chicharras que ya comenzaban su monótono canto y que nuestro paso ahuyentaba. Saltaban delante de nosotros al tiempo que algunas raras espigas que habían quedado en pie se doblaban hasta romperse a medida que pasábamos sobre ellas. A nuestra espalda, el campo de batalla se animaba, y a los tiros intermitentes de la noche sucedía el fuego más nutrido, en el que parecía tomar parte el escuadrón, a la clara voz de mando del teniente de Farnesio en defensa de la Ordenanza conculcada.
Buen libro y bonito
ResponderEliminar