NARRACIONES EXTRAORDINARIAS
Mientras hablaba, lady Madelaine que así se llamaba su hermana, pasó lentamente por un lugar, alejado del apartamiento, y sin advertir mi presencia, desapareció. La observé con gran asombro, no sin mezcla de temor, pero me fue imposible darme cuenta de tales pensamientos. Una sensación de sopor me oprimía, mientras mis ojos seguían sus pasos, que se alejaban. Cuando, por último, una puerta se cerró tras ella, mis ojos buscaron instintivamente y con ansiedad la expresión de su hermano, pero el había escondido su rostro entre las manos y sólo pude darme cuenta de una palidez mayor que la ordinaria, se había extendido por sus enflaquecidos dedos, por entre los cuales corrían con abundancia apasionadas lágrimas.
La enfermedad de lady Madeleine había burlado durante mucho tiempo la pericia de los médicos. Una continuada apatía, un agotamiento gradual de la persona y frecuentes, aunque transitorios, ataques de carácter cataléptico, eran su insólito diagnóstico. Hasta entonces, ella había soportado firmemente el peso de su enfermedad sin recluirse en el lecho, pero a la caída de la tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como su hermano me dijo por la noche con inexpresable agitación) al demoledor poder de la destrucción y supe que la mirada que yo había obtenido de ella posiblemente había de ser la última que yo obtendría de aquella señora, viva al menos.
Durante los días que siguieron, su nombre no fue mencionado ni por Usher ni por mí, y durante aquel periodo hice grandes esfuerzos para aliviar la melancolía de mi amigo. Pintábamos y leíamos juntos, o bien, yo escuchaba, como si de un sueño se tratase, las extrañas improvisaciones de su expresiva guitarra; y así mientras una intimidad cada vez más estrecha me introducía sin reservas en las profundidades de su espíritu, advertía amargamente cuán fútiles resultaban todos mis intentos para alegrar un espíritu en el cual las tinieblas, como una cualidad inherente y positiva, se derramaban sobre todos los objetos del universo físico y moral con una incesante irradiación de melancolía.
Siempre llevaré conmigo el recuerdo de las muchas horas, cargadas de solemne gravedad, que pasé a solas con el dueño de la casa Usher. Sin embargo, fallaría al intentar dar una idea del carácter exacto de los estudios, o de las ocupaciones que compartíamos, o que él iniciaba. Una excitada idealidad proyectaba su luz sulfúrea sobre todo. Sus largos e improvisados cantos fúnebres sonarán para siempre en mis oídos.
Entre otras cosas, recuerdo dolorosamente en mi espíritu cierto singular arreglo perverso del último vals de Weber. De los cuadros que incubaba su laboriosa fantasía y que pincelada a pincelada alcanzaban una vaguedad ante la cual yo me estremecía del modo más violento, pues me sobrecogía sin saber por qué; de aquellos cuadros (que con sus imágenes están vivos ahora en mí) me resulta imposible traducir en palabras la más pequeña parte de su significado. Por su absoluta sencillez y por la desnudez de su dibujo retenían y sobrecogían la atención. Si alguna vez un mortal pintó unas idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mi al menos -en las circunstancias que me rodeaban- las puras abstracciones que aquel hipocondríaco proyectaba en sus lienzos producían una sensación de ruina intolerable. El efecto que despertaron en mí no se parecía en nada al que habían despertado las resplandecientes aunque no demasiado concretas ensoñaciones de Fuseli
OYE
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